La magia de las
palabras tiene un poder sobrecogedor sobre mí. Me retuercen, me hinchan, me
estiran y me destrozan como si fuera parte de ellas, tinta drenada sobre un
papel.
Aún no entiendo
como unas letras, unas seguidas de otras a ciertos intervalos pueden tener
tanto significado y hundirse tan profundo en la conciencia, más que cualquier
otra cosa. Me llenan y me vacían a su antojo con imágenes y sonidos, con
recuerdos y promesas, dejándome vivir situaciones ficticias por instantes. Me
elevan para dejarme caer, me recogen, me ofenden y me perdonan para abandonarme
más tarde, como si nunca hubiesen estado ahí. Pero al mismo tiempo, son lo más
tangible y auténtico que tengo.
Palabras
escritas, oídas, susurradas en callejones oscuros. Tan engañosas y perversas. Porque las palabras son lo más traicionero y peligroso que existe. Palabras que
destruyen grandes imperios, que hacen que hombres cobardes salgan a luchar y
que los valientes se escondan bajo las sábanas; palabras que hieren más profundo
que las espadas, que curan viejas heridas y que te besan el alma; palabras que
hacen que alguien quiera morir y que, al instante, quiera vivir eternamente.
Hay personas que traicionan su vida con palabras o viceversa, personas que
hacen de las palabras hechos o de los hechos palabras.
Palabras que
son gritos silenciosos, que no tienen sentido, que son prueba de nuestras
pasiones, logros y dolores, como cicatrices sobre el papel.
Y aquí me
encuentro yo, esclava de las palabras.